Sabía
que jugaba con fuego.
Cabía
alguna posibilidad de quemarme
y así fue.
El problema vino
cuando me enamoré de la luz de la llama,
empece a necesitar el calor que produce
su cercanía,
le cogí cariño al mechero
y creí
que ningún otro (me) encendería igual.
Caí de nuevo.
Volví a jugar con su luz
y sus sombras,
a tratar de tocarle sin quemarme.
A veces lo conseguía
otras
me limitaba a lamerme las heridas.
Siempre pude contar con saliva extranjera
para ciertas partes de mí.
Pero cuando se trata de heridas,
sólo yo
estoy dispuesta a lamérlas
despacio,
tratando de curarlas bien
y que no duelan tanto.
Imposible, era
que aparecieras un día
y me revolucionaras la vida.
Que llegaras
para alborotarme el pelo,
los sentidos,
y el corazón.
Tan imposible,
como que me prestase a tu juego
para dejarme despeinar la melena
y las ideas.
Imposible, era
confiar
en esa sonrisa de conquistador,
en esos ojos
que amenazan con comerme
desde la boca
hasta el alma
al alba.
Que entraras en mí
para consentir
que provocases este caos.
Tan imposible,
como que llegases a conocer
el punto exacto en el que exploto
de placer
o rabia.
Que te adueñases de mis noches
despierta
o dormida.
Imposible, era
que una noche de tormenta
no me diese miedo.
Hasta que la pase en tus brazos.
Es por eso, amor,
que no creo en imposibles
y mucho menos
si se trata de ti.